River Claure: Warawar Wawa. Son of the stars
La Historia moderna y las identidades las ha construido la fotografía. Lo que quemaba los negativos, estigmatizaba el mundo. Y estas imágenes, salvo extraordinarias excepciones — como es el caso de Juan Manuel Figueroa Aznar (Perú, 1878 – 1951)—, a menudo las producían desde Centroeuropa y Estados Unidos, estereotipando a los países del extrarradio bajo estéticas indígenas, o desde estados nacionales que europeizaban la identidad de un sector del país y profundizaban la composición exótico-comercial del otro. En este sentido, la intención de River Claure (Cochabamba, Bolivia, 1997) en su serie Warawar Wawa (Son of the stars), de recomponer, precisamente desde la imagen fotográfica, la identidad boliviana, no es gratuita.
Bolivia, tal como lo denunció Eduardo Galeano hace medio siglo, ha sido, históricamente, una de las naciones más corrompidas por el colonialismo: “Esta ciudad [Potosí] condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación”. La exposición que presenta Claure en la galería Vigil Gonzales de Cusco (Perú) opera bajo esta afirmación, pero extrapolándola al valor simbólico (y no material) de todo el país. Las obras se inscriben, así, en una tendencia de la historia reciente de Bolivia —desde la década del 70 hasta la actualidad— que confirma, sobre todo desde el surgimiento del katarismo, la voluntad del pueblo boliviano de desprenderse de ciertas estructuras simbólicas impuestas por la colonización. Warawar Wawa (Son of the stars) añade a la identidad del pueblo boliviano un sistema de imágenes de pertenencia al margen de las perspectivas ajenas que han hecho de lo “boliviano” una puesta en escena con dos llamas y un indio mascando coca.
Lo novedoso de la exposición es el punto de partida. River Claure se apropia de uno de los textos fundamentales del canon Occidental —El principito, de Antoine de Saint-Exupery— y lo recodifica. Desde ese movimiento, el artista boliviano produce nuevos códigos e íconos que responden al concepto Chi’xi, acuñado por la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, y que en lengua aimara quiere decir “gris”. Claure nos ubica entremedio de la concepción hegemónica y la concepción indigenista: reivindica las raíces de la civilización aimara pero también nos señala, a partir de gestos estéticos cuidadosamente colocados, la presencia de Bolivia dentro de una economía global. Es decir, no nos presenta una tierra aislada, una terra ignota, sino que nos devela el complejo y rico entramado cultural de la región. Tampoco pretende desplazar todo sistema de representación precedente, sino completarlo a través de códigos visuales que actualizan la identidad del país. Porque, tomando prestado un concepto que se aplica a la crítica literaria, todo texto, digamos todo símbolo, “es el testimonio de un fracaso: el de intentar fijar algo que no es más que pura circulación”. Lo que hace la obra de Claure es poner de manifiesto ese tránsito.
El carácter reconstructivo que tiene la obra se sostiene en la instalación de sitio-específico. Utilizando el pan de batalla, elemento cotidiano constitutivo de la cultura boliviana, Claure desarrolla una instalación escultórica que pone en funcionamiento toda la exposición. El pan, como representación de la cultura, se vuelve material de construcción para alcanzar la re-simbolización. La escultura, a su vez, juega con la estética arquitectónica del Alto Boliviano, donde las edificaciones no se revocan, porque el revoque lleva impuestos; por ende, esta especie de comestible gigante nos ubica temporalmente en la Bolivia de las últimas décadas, impulsando el sentido de toda la iconografía de Warawar Wawa hacia ese procedimiento descolonizante.
Por último, cabe mencionar la importancia del nombre Warawar Wawa (Son of the stars). En lengua aimara, de la misma manera que en cualquier otra lengua, no existen palabras que sean equivalentes a otras en lengua extranjera. Es el caso de “principito”. Las fotografías y la instalación forman parte de un proyecto mayor que consta de la traducción de El Principito al aimara. Pero hablar de traducción es, exactamente, no comprender el trabajo de Claure: su obra es una adaptación, una expresión que asume un modelo y lo hace suyo, lo actualiza. Es así como El principito se transforma —no se traduce ni se sustituye— en Warawar Wawa, ubicándolo en un contexto de codificación aimara, pero, ante todo, boliviana.
Matías Helbig
La Historia moderna y las identidades las ha construido la fotografía. Lo que quemaba los negativos, estigmatizaba el mundo. Y estas imágenes, salvo extraordinarias excepciones — como es el caso de Juan Manuel Figueroa Aznar (Perú, 1878 – 1951)—, a menudo las producían desde Centroeuropa y Estados Unidos, estereotipando a los países del extrarradio bajo estéticas indígenas, o desde estados nacionales que europeizaban la identidad de un sector del país y profundizaban la composición exótico-comercial del otro. En este sentido, la intención de River Claure (Cochabamba, Bolivia, 1997) en su serie Warawar Wawa (Son of the stars), de recomponer, precisamente desde la imagen fotográfica, la identidad boliviana, no es gratuita.
Bolivia, tal como lo denunció Eduardo Galeano hace medio siglo, ha sido, históricamente, una de las naciones más corrompidas por el colonialismo: “Esta ciudad [Potosí] condenada a la nostalgia, atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida abierta del sistema colonial en América: una acusación”. La exposición que presenta Claure en la galería Vigil Gonzales de Cusco (Perú) opera bajo esta afirmación, pero extrapolándola al valor simbólico (y no material) de todo el país. Las obras se inscriben, así, en una tendencia de la historia reciente de Bolivia —desde la década del 70 hasta la actualidad— que confirma, sobre todo desde el surgimiento del katarismo, la voluntad del pueblo boliviano de desprenderse de ciertas estructuras simbólicas impuestas por la colonización. Warawar Wawa (Son of the stars) añade a la identidad del pueblo boliviano un sistema de imágenes de pertenencia al margen de las perspectivas ajenas que han hecho de lo “boliviano” una puesta en escena con dos llamas y un indio mascando coca.
Lo novedoso de la exposición es el punto de partida. River Claure se apropia de uno de los textos fundamentales del canon Occidental —El principito, de Antoine de Saint-Exupery— y lo recodifica. Desde ese movimiento, el artista boliviano produce nuevos códigos e íconos que responden al concepto Chi’xi, acuñado por la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, y que en lengua aimara quiere decir “gris”. Claure nos ubica entremedio de la concepción hegemónica y la concepción indigenista: reivindica las raíces de la civilización aimara pero también nos señala, a partir de gestos estéticos cuidadosamente colocados, la presencia de Bolivia dentro de una economía global. Es decir, no nos presenta una tierra aislada, una terra ignota, sino que nos devela el complejo y rico entramado cultural de la región. Tampoco pretende desplazar todo sistema de representación precedente, sino completarlo a través de códigos visuales que actualizan la identidad del país. Porque, tomando prestado un concepto que se aplica a la crítica literaria, todo texto, digamos todo símbolo, “es el testimonio de un fracaso: el de intentar fijar algo que no es más que pura circulación”. Lo que hace la obra de Claure es poner de manifiesto ese tránsito.
El carácter reconstructivo que tiene la obra se sostiene en la instalación de sitio-específico. Utilizando el pan de batalla, elemento cotidiano constitutivo de la cultura boliviana, Claure desarrolla una instalación escultórica que pone en funcionamiento toda la exposición. El pan, como representación de la cultura, se vuelve material de construcción para alcanzar la re-simbolización. La escultura, a su vez, juega con la estética arquitectónica del Alto Boliviano, donde las edificaciones no se revocan, porque el revoque lleva impuestos; por ende, esta especie de comestible gigante nos ubica temporalmente en la Bolivia de las últimas décadas, impulsando el sentido de toda la iconografía de Warawar Wawa hacia ese procedimiento descolonizante.
Por último, cabe mencionar la importancia del nombre Warawar Wawa (Son of the stars). En lengua aimara, de la misma manera que en cualquier otra lengua, no existen palabras que sean equivalentes a otras en lengua extranjera. Es el caso de “principito”. Las fotografías y la instalación forman parte de un proyecto mayor que consta de la traducción de El Principito al aimara. Pero hablar de traducción es, exactamente, no comprender el trabajo de Claure: su obra es una adaptación, una expresión que asume un modelo y lo hace suyo, lo actualiza. Es así como El principito se transforma —no se traduce ni se sustituye— en Warawar Wawa, ubicándolo en un contexto de codificación aimara, pero, ante todo, boliviana.
Matías Helbig